La sensación dominante de la noche que pasé en las Mansiones Chungking de Hong Kong fue la de estar viviendo en el interior de uno de mis cuentos. De alguno de los cuentos que escribí hace muchos años, durante un calurosísimo verano que pasé en Madrid, cuando vivía en la calle Covarrubias, cerca de la Glorieta de Bilbao.
Entonces vivía con Cathy, pero como su trabajo la obligaba a volar a países de Europa o América, a menudo me quedaba varios días solo en la casa. Durante cuatro o cinco de esos días de verano, solo en aquel quinto piso, desnudo a causa del calor sofocante, con el cuerpo delgado húmedo por el sudor, escribí cinco o seis cuentos: Horas lentas en la ciudad del miedo, REM, Estación Término, Habitantes de un sueño, El instante inevitable, La muerte de Judas y Cruzaremos de nuevo el Rhin.
Una foto tomada aquellos años en la calle Covarrubias, cuando ensayaba para interpretar a Frank Sinatra cantando My Way (cantaba en playback, claro)
Escribí aquellos cuentos casi sin pensar, a partir de una palabra, una frase, una imagen o una idea, de principio a fin sin interrupción, como en un momento de fiebre, bajo aquel calor sofocante de Madrid en julio. Alguna noche escribí dos o tres cuentos.
Todos eran muy breves, en todos el protagonista estaba solo, un detalle que descubrí tiempo después, cuando los edité en un libro casero que llamé Estación Término y otros cuentos solitarios. Se trata, por supuesto, de un rasgo autobiográfico, pues entonces y siempre me he sentido solo, como todo el mundo, supongo, porque como decía alguien que no recuerdo: “en realidad, siempre estamos solos”. Pero es evidente que en aquellos años me sentía especialmente solo, aunque creo que eso no me causaba tristeza o pena, sino más bien todo lo contrario.
Otra característica común a los cuentos, espontánea y no buscada, pero después descubierta al releerlos, es que en casi todos ellos había algo oriental. El comienzo de uno de los cuentos, tal vez Habitantes de un sueño o quizá REM era: “El hombre de este cuento vivía en una ciudad poblada por orientales”. En aquellos cuentos imaginaba calles llenas de gente, sudorosas como yo lo estaba en aquel verano de Madrid, habitaciones con grandes ventiladores en habitaciones sofocantes, puestos de comida que llenaban la calle de humo y de olores especiados. Es decir, lo mismo que encontré anoche en Hong Kong y en aquella habitación de las Mansiones Chungking en la que pasé una noche medio dormido y medio despierto, bañado por el aire intenso de un gran ventilador que sonaba de manera estruendosa. Fue una sensación extraña, inquietante y subyugante, sentirme durante mi breve estancia en Hong Kong como uno de los personajes de esos cuentos que yo mismo escribí hace tanto tiempo.
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