Por último, Aristóteles expone de nuevo la cuestión de los bienes exteriores, pero esta vez para analizar sus consecuencias. Si es cierto el dicho de Solón de que no podemos llamar feliz a un hombre hasta que sepamos cómo acaba su vida[1], la felicidad sería algo voluble y cambiante, a merced de las circunstancias[2]. Sin embargo, esta conclusión no es necesaria, dice Aristóteles, porque la felicidad depende de las acciones virtuosas (de cumplir esa función intelectiva propia de la naturaleza humana), de tal modo que el hombre virtuoso lo es toda su vida, si es que ha de serlo de un modo excelente[3]. Las circunstancias externas no pueden, pues, cambiar su virtud. El hombre feliz, en consecuencia, no será desgraciado, aunque tampoco venturoso, incluso si es objeto de las peores calamidades[4]. Con ello, Aristóteles parece introducir la idea de una satisfacción que da el hecho mismo de ser virtuoso, asociando, al mismo tiempo, el significado corriente de felicidad con el término “venturoso”[5]. Más adelante se verá la importancia que esta satisfacción que la virtud proporciona por sí misma tiene para Demócrito. Para terminar, Aristóteles añade que si un hombre actúa de acuerdo con la vida perfecta, y además está suficientemente provisto de bienes externos durante toda su vida, podemos llamarlo con todo derecho feliz[6]. Feliz y venturoso, debería, tal vez, decir.
ÉTICA DE DEMÓCRITO Y ARISTÓTELES
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