Hubo un tiempo en el que ser friki era sinónimo de ser raro, fuera de lo común, excéntrico. Un tiempo muy lejano.
Hoy en día, los únicos frikis en el sentido arcaico son los ciudadanos que no coleccionan figuritas, que no se han tatuado alguna parte del cuerpo, que no se pasan las horas hablando de sagas como Star Trek, Starwars, Juego de Tronos, o simplemente de series de televisión consumidas compulsivamente. Es decir, nadie.
Un friki ya no es aquel vecino raro que leía Monsters del cine encerrado en su habitación, sino la pieza de caza más codiciada por cualquier marketinero que se precie. Y la más fácil de atrapar: basta con echar una red de arrastre en cualquier lugar del océano digital y tirar de ella. Los frikis como tales desaparecieron cuando empezaron a organizar quedadas y reunirse por centenares para disolver su rareza en una masa indiferenciada. Lo friki, en definitiva, se ha convertido en un producto superventas.
Lo mismo que ha pasado con los frikis en el mundo de la cultura, ha sucedido en el terreno de la política con los radicales. Hoy en día los radicales se han convertido en la especie dominante y los moderados son ya animalillos en vías de extinción que no se atreven a salir de sus guaridas.
Hasta hace no mucho existían dos clases de radicales, que se situaban en eso que se ha llamado «los dos extremos del arco político»: la extrema derecha y la extrema izquierda, que, como es sabido, siempre se han alimentado la una a la otra. Se quieren tanto, se necesitan de tal manera, que cuando una empieza a abrir la boca la otra comienza a rugir. Aunque cualquier persona sensata podría tener la tentación de pensar que si una persona se acerca a un precipicio la mejor manera de salvarla es advertirle del peligro y sujetarla para que no se caiga, llevándola a un lugar seguro, el pensador extremista, al ver que alguien se acerca a un abismo lo que hace es correr al otro extremo en busca de un precipicio comparable por el que tirarse, y a toda la sociedad tras él. Ese ha sido siempre el comportamiento radical y extremista: curar el exceso con más exceso y el fuego con más fuego.
¡Pero, qué tiempos felices aquellos en los que solo los radicales eran radicales! Ellos disfrutaban con su ardor y su presunción de ser los únicos que se preocupaban por salvar el mundo, incendiándolo, y los demás vivíamos tranquilos: tan solo bastaba con desviarnos un poco de la zona de precipicios, hacernos los sordos cuando nos gritaban al oído. Pero ahora ya no hay lugar en el que refugiarse ni cera con la que taparnos los oídos, porque los anti radicales también se han vuelto radicales.
Los anti radicales, en efecto, han adoptado el mismo estilo de los radicales de toda la vida. No porque acepten sus ideas, ni porque, como los radicales, digan aquello de «hágase la ley (mi ley) y perezca el mundo», sino porque han adoptado su tono. Son tan gritones y vehementes en su anti radicalismo que a cierta distancia resulta imposible distinguirlos. Hoy en día un radical comme il faut y un anti radical hablan igual. Si pensábamos que existía una cierta relación entre la radicalidad de lo que se dice y la radicalidad de la forma en que se dice, estábamos equivocados. Ahora la descalificación constante y grosera, la acumulación de adjetivos calificativos, el negar al otro la posibilidad de equivocarse o de cambiar de opinión, de pensar de manera diferente o de contradecirnos, la presunción de superioridad moral constante y la santa indignación, han saltado desde los extremos hacia la zona que antes se consideraba moderada. Siento anunciarte, en definitiva, que ser radical ya ha perdido el glamour de lo raro, de lo extremo: ya solo hay extremos. Así que, si quieres sentirte diferente, si quieres ser original, si quieres distinguirte de una mayoría que ya no es silenciosa sino ruidosa, no lo dudes: sé moderado. Y si quieres apagar el incendio en el que ardemos todos cada día, también.
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