Cuando Susan Sontag escribió La enfermedad y sus metáforas libro en el que denunciaba los mitos que rodeaban al cáncer y a la tuberculosis era una enferma de cáncer. Diez años después, Sontag lo cuenta en El SIDA y sus metáforas:
“Yo misma tuve cáncer hace doce años y lo que más me enfurecía y me distraía de mi propio terror y desesperación ante el sombrío pronóstico de mis médicos era ver hasta qué punto la propia reputación de la enfermedad aumentaba el sufrimiento de quiénes la padecían”.
Eso le hizo comparar la manera de encarar el cáncer con la manera en que se considero la tuberculosis:
“Aparecían igualmente ficciones sobre la responsabilidad y sobre la predisposición caracterológica a la enfermedad: se supone que el cáncer es una enfermedad a la que son especialmente propensos los derrotados psíquicos, los inexpresivos, los reprimidos (sobre todos los que han reprimido la ira o el sexo), tal como durante todo el siglo XIX y parte del XX (de hecho hasta que se encontró la manera de curarla) se consideraba la tuberculosis como una enfermedad típica de los hipersensibles, los talentosos, los apasionados”.
El propósito de Sontag al escribir su libro era ser útil, aunque no de la manera en que generalmente se cree ser útil en estos casos:
“No considere útil -y yo quería ser útil- contar por enésima vez en primera persona como un individuo se enteró de que tenía cáncer, como lloró, luchó, encontró consuelo, sufrió, cobró valor… aunque también ese hubiera sido mi caso. Una narración, me parecía, sería menos útil que una idea”
Y de este modo Sontag escribió este libro, que no solo maravilloso por destruir un buen montón de mitos, o cuando menos reducirlos a sus justos términos, sino también por la manera en que está escrito o su sabia erudición (en un tiempo en el que la erudición parece haberse convertido en sinónimo de fatiga), por la precisión de sus argumentos, por esa capacidad tan difícil de poseer qué consiste en hallar la falla evidente de un lugar común hasta entonces aceptado sin discusión.
“Y así fue que escribí mi ensayo, muy rápidamente, acuciada tanto por un celo evangélico como por la angustia de pensar si me quedaba mucho tiempo por vivir o siquiera para escribir. Mi propósito era aliviar el sufrimiento innecesario”.
Susan Sontag se curó del cáncer, “poniendo en ridículo el pesimismo de mis médicos”, así, que por primera vez, esta historia de enfermos ilustres acaba bien.
(1996)
2020
Quizá sea necesario aclarar que Susan Sontag no aceptó el dictamen de los médicos pero que no acudió a algún tipo de medicina milagrera y acientífica, sino que consultó a otros médicos, informándose de los últimos tratamientos, aunque fueran dolorosos, porque su voluntad de vivir estaba por encima del sufrimiento que le podía traer un durísimo tratamiento. De este modo logró vivir treinta años más. Murió en 2004, de una leucemia tal vez provocada por la radioterapia a la que se había sometido. Hace no mucho escuché a un médico especializado en cierto tipo de tumores expresar esta terrible verdad: un tratamiento puede salvar la vida de un enfermo al que le quedan unos meses de vida, pero también puede causar su muerte muchos años después. ¿Eso significa que no debemos aplicarle el tratamiento? Por supuesto que no, tan solo significa que debemos informarle de las posibles consecuencias, para que el paciente decida qué hacer. Susan Sontag, según cuenta su hijo, intentó superar el nuevo cáncer hasta el último momento de su vida, y estaba dispuesta a someterse de nuevo a cualquier otro tratamiento, por doloroso que fuera, que le diera algunos años más de vida. Ese anhelo de vida le permitió disfrutar de tres décadas llenas de acción, pasión e inteligencia, lo que también redunda en el placer que nos ha proporcionado a quienes la admiramos.

[Escrito en 1996, durante mi enfermedad. Publicado en 2020 durante el coronavirus]
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