En el principio, las rosas eran rosas los dientes eran sólo dientes y las perlas escasas.
Las mujeres peinaban su cabello rubio el oro se extraía de las rocas y los ríos y las palomas volaban en el cielo, en vez de refugiarse en el pecho de las muchachas.
Pero, ¿cómo no emparejar dientes y perlas, oro y cabello senos y palomas?
Lo uno por lo otro Hermosa manera de no llamar a las cosas por su nombre.
2 La Caída
La rosa, la rosa, la rosa, la rosa la rosa, la rosa, la rosa, la rosa la rosa la rosa
la rosa
Miles de rosas multiplicadas, copias de copias pisoteadas marchitas por el uso cansadas y repetidas rosas reflejos de una rosa que huye del espejo. Copia sin original.
3 Resurreción
Aunque muerta cada día, renace la rosa en cada gesto del amante que ignorante o sabio de nuevo la ofrece.
4 El Juicio
Sea rosa la rosa y continúe en el jardín para que la roben los amantes.
Sea también figura y cifra en los versos y en la literatura.
Gocen unos y otros con su rosa Ámenla los amantes con amor doble, sin restar vida a la vida al sumar conceptos. Sin impedir al arte el placer de ser espejo, o el de no serlo.
Sea la vida vida, y además, literatura.
[Publicado por primera vez el 9 de diciembre de 2006 en Pasajero]
En Mímesis y símbolos dije que la cosa en sí sólo podía llegar a nosotros mediada, o si se prefiere, a través de una imitación (mímesis) o de una simbolización. Con mediada, los filósofos quieren decir que la cosa llega a nosotros no directamente, sino a través de algo, por ejemplo, en terminología de Kant, nuestra manera de percibir el tiempo y el espacio: no vemos la cosa en sí, la esencia, tal cual, sino que por fuerza la tenemos que ver en el tiempo y en el espacio.
En ¿Es el arte siempre imitación?, maticé esa idea, recordando lo que decía Iván Tubau acerca de que la verdad de una película no es solo aquello a lo que remite la representación, sino la representación en sí misma: no es solo la representación del suicidio de Cleopatra, sino también Liz Taylor interpretando el suicidio de Cleopatra. En este sentido, dije, quizá se podría decir que vemos de alguna manera la cosa en sí: la actuación de Liz Taylor.
Tal vez también se podrían encontrar semejanzas entre lo que se llama la visión mística y esta percepción de la cosa en sí entendida como la representación misma. Es cierto que el espectador puede creer, al menos durante el tiempo de la representación, que está asistiendo a la muerte de Cleopatra, y no a la interpretación de Liz Taylor. Llevado a su extremo, ese sería el caso del Fausto de Estanislao del Campo, cuando el hombre venido de la provincia, no recuerdo si se tata de un gaucho, entra en el teatro y cree que están asesinando a alguien delante de un montón de gente sentada e impasible, porque no sabe lo que es un teatro.
El sentido profundo de la mímesis griega es precisamente ese: vivir la representación como realidad, como verdad. Por eso dice Samuel Johnson aquello del espectador de teatro que no se ha vuelto loco al creer que los personajes ahora están en Milán y luego en Florencia, a pesar de no haberse movido de su butaca, porque el espectador sabe que esas cosas suceden precisamente en los teatros, aunque a veces él mismo llegue a olvidar en algún instante de ilusión perfecta que está en un teatro.
Para los espectadores menos crédulos, o más incapaces de suspender el juicio a la manera escéptica (Iván Tubau sería uno de ellos), esta catarsis artística no es posible, pero les queda el placer de ver otra cosa. No ya no la cosa significada, sino el significante (la actuación del actor), no lo interpretado, sino el intérprete, que es quizá la realidad más absoluta del asunto: Liz Taylor, aquella actriz que fingió una vez que era Cleopatra que se suicidaba, momento que fue conservado por las cámaras.
Si ese espectador es capaz de ver ese momento de manera como el espectador ingénuo (el que es proclive a la catarsis o identificación) cree ver el suicidio de Cleopatra, en el fondo ambos vivirán una experiencia semejante. La diferencia es que unos ven el espectáculo como vida, mientras que los otros ven la vida como espectáculo.
Ahora bien, lo que me interesaba señalar aquí es la semejanza que tal vez se pueda establecer entre la experiencia estética y la llamada visión mística o éxtasis contemplativo (o sensación de trascendencia, que no tiene por qué tener un sentido religioso). Esos momentos en los que miramos un paisaje y somos dominados por una sensación de eternidad del instante. ¿Podríamos considerar que eso es en cierta manera sufrir o disfrutar de una experiencia artística, mediante la contemplación de algo que no ha sido fabricado para ser un objeto artístico? ¿No es esa experiencia inmediata (con lo que ello significa de no mediata o no mediada) algo así como ver arte sin tener la intención de ver arte?
¿No podría esta comparación entre éxtasis contemplativo y percepción artística inmediata iluminar los dos terrenos, el de la mística y el del arte?
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(Con “percepción artística inmediata” me refiero, de una manera terminológicamente muy discutible, tanto a la sensación del espectador que acepta la mímesis, la imitación, la representación, como a la del que no la acepta pero sí ve la realidad misma de la representación, sin atender a su caracter mediador, es decir, viendo tan sólo a Liz Taylor interpretando el suicidio de Cleopatra, pero no a Cleopatra suicidándose).
NOTA 2014: es en cierto modo lo que Stendhal llama la ilusión perfecta.
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[Escrito en 2007. El texto en verde fue añadido en 2014]
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Este artículo fue publicado en el periódico El Independiente el lunes 8 de julio de 1991
Unidad europea y separatismo
Ilustración de LPO para El Independiente (8 de julio de 1991)
Es perfectamente posible pensar que el nacionalismo es una estupidez y considerar, al mismo tiempo, que la respuesta violenta a las ansias nacionalistas no sólo es una estupidez mayor, sino también una muestra más de nacionalismo. Muchos opinan que la proclamación de la independencia eslovena es un ejemplo de nacionalismo irracional, pero no parece que opinen lo mismo de la sangrienta represión llevada a cabo por el Estado central yugoslavo. A Felipe González le preocupa que el virus nacionalista se extienda a otras «regiones europeas» (entre diecisiete y cuarenta. pero todos sabemos cuál o cuáles le preocupan realmente). Lo que debería inquietarle es que se emplee la violencia, siguiendo el ejemplo yugoslavo, para reprimir los eventuales deseos secesionistas de esas «regiones».
Los analistas dicen que Europa se halla nuevamente en una situación muy compleja, tras el largo letargo de la guerra fría: por un lado se busca la unidad, la abolición de las fronteras; por otro, la división, la multiplicación de las fronteras. Sin embargo, tal vez se trata de un debate falso y simplista: en una Europa unida, los estados plurinacionales no tendrían razón de ser y sí la tendrían las comunidades que suelen llamarse «naturales»: la catalana, la vasca, la eslovena, la estonia, etcétera. Si ha de llegar un día en que los europeos voten y sean gobernados por un Parlamento Europeo, no está muy claro qué papel le correspondería en tal situación al Parlamento español, que no podría ocuparse ni de los asuntos particulares ni de los generales. En efecto, los asuntos regionales serían competencia de las diversas comunidades autónomas, que ya cumplen, con mayor o menor acierto, esta tarea; las cuestiones generales dependerían directamente del Parlamento Europeo. No se ve ninguna razón para multiplicar los entes, los intermediarios, la burocracia, creando o manteniendo un Parlamento español que conecta, a través de un desvío, a los catalanes, a los andaluces o a los madrileños con el Parlamento Europeo. En una Europa unida desaparecerán, en efecto, muchas fronteras y muchas aduanas, por ejemplo las que separan Francia de España, pero no desaparecerán las que separan Galicia de Asturias o Valencia de Murcia, sencillamente porque no existen. Las regiones difícilmente serán inútiles en una Europa unida, los estados plurinacionales si, incluido el yugoslavo.
En cualquier caso, y sea cual sea la solución o el modelo que finalmente se adopte (una Europa de doce países unidos o una Europa verdaderamente unida), de lo que se trata ahora no es de la conveniencia o no del surgimiento o no de nuevos estados, sino del uso de la violencia. Lo que no se debe permitir, y lo que ha de ser el eje de cualquier debate, es el recurso a la fuerza, ni para conseguir la independencia ni para impedirla. Ello supone, evidentemente, el respeto a la voluntad de cada comunidad y, en consecuencia, la posibilidad de expresar esta voluntad democráticamente, pues resulta un contrasentido recomendar a los separatistas la vía democrática y prohibir legal o constitucionalmente cualquier posibilidad de secesión.
La libertad, se dice, trae consigo el abuso; la represión no sólo produce también el abuso, sino que además es irracional. Conceder la independencia o la autonomía a los pueblos que la deseen tal vez no arregle todos los problemas ni garantice el fin de la violencia, pero negársela tampoco es un buen remedio, y de ello hemos tenido ya abundantes ejemplos. Resulta asombroso que se mantenga hoy en día el dogma de la invariabilidad de las fronteras y la integridad territorial, y que la Conferencia de Cooperación y Seguridad Europea lo haya adoptado, diciendo cosas tan peregrinas como que para que un territorio se separe han de estar de acuerdo las dos partes: al Estado central le basta con no dar su consentimiento a esta separación por mutuo acuerdo. Esto, la coincidencia total entre ambas partes, es siempre deseable, pero raramente es posible; como decía Flora Lewis, un mes antes de la proclamación de independencia eslovena, «no es posible en Yugoslavia un ‘divorcio’ civilizado y amistoso».
Todavía resulta más sorprendente que por una vez que Estados unidos se comporta de manera racional, diciendo que estaría dispuesto a reconocer la independencia de Croacia y Eslovenia si se lleva a cabo por medios pacíficos. se critique su postura desde el editorial de este periódico. Hemos de dejar de pensar que las fronteras son inmodificables, porque ese dogma nacido del miedo nos está llevando a la catástrofe que pretendía evitar. No podemos seguir pensando que la libertad de elección y los procedimientos democráticos están vedados a las naciones que consideramos conflictivas. La unidad a sangre y fuego, lejos de garantizar la estabilidad, ha llevado a Europa a momentos terribles y puede precipitamos de nuevo en el odio y la guerra civil. Hemos de respetar la voluntad actual de las diversas comunidades, sea cual sea su tradición y su historia, pues la historia puede explicar el presente, pero no debe determinar el futuro; no son los muertos, sino los vivos, los que han de elegir su destino.
NOTA EN 2015: a pesar del tiempo transcurrido, sigo estando de acuerdo en lo fundamental con lo que digo en este artículo. Quizá sí sea necesario aclarar que el hecho de estar en contra del uso de la violencia en los conflictos territoriales no implica que yo personalmente esté a favor o en contra del nacionalismo o de la formación de nuevas naciones. Sobre este asunto, se puede leer también El arte de lo posible en Cataluña.
POLÍTICA
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“No podemos dudar de que existimos mientras dudamos; y esto es lo primero que conocemos al filosofar con orden (Principios de filosofía, Punto 7).”
Añade a continuación:
“Podemos dudar de que hay Dios, de que haya cielo, de que haya cuerpos, de que nosotros no tenemos manos, ni pies, ni cuerpo alguno. Pero no por ello nos convertimos en nada, pues es contradictorio creer que no existe aquello que piensa mientras piensa. Y por tanto, ese conocimiento: “Yo pienso, luego soy”, es el primero y más cierto de todos cuantos se presentan a quien filosofa con orden” (Punto 7).
A mí me parece que esto se contradice precisamente con el Punto 4, cuando Descartes se refería al sueño, porque nosotros podemos soñar en una persona que piensa que existe mientras piensa y, sin embargo, esa persona es una persona soñada por nosotros. Del mismo modo, nosotros podríamos ser soñados por otra persona y esa persona podría soñar que nosotros pensamos que existimos mientras pensamos, etcétera.
Se podría replicar: “De acuerdo, pero entonces esa persona que sueña es, en definitiva, lo que eres tú. Y si esa persona también es soñada por otra, lo será esa otra, y así sucesivamente. Sea como fuere, siempre hay algo que piensa. No creo que esta objeción invalide mi razonamiento, porque permite seguir pensando, por ejemplo, que lo único que existe es Dios y que nosotros sólo somos pensamientos de Dios. Pensamientos que Dios puede dejar de tener en cualquier momento, haciéndonos desaparecer, lo que en el hinduísmo se llama “el sueño de Brahma” o la teoría malebranchiana que dice que somos literalmente los pensamientos de Dios.
Del mismo modo, aquí podría ser aplicado el argumento solipsista clásico.
[Los solipsistas creen que sólo existen ellos que el resto de las personas son una creacíon suya o, en algunas variantes, que aunque existan en realidad no piensan].
De uno u otro modo, lo que parece bastante claro es que el cogito ergo sum (“Pienso, luego existo”) no tiene la categoría de principio básico e indiscutible que le atribuye Descartes.
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